Por: Rubén Darío Rueda
Hace algún tiempo decidí dejar de empujar, porque ya no importa.
Los días se hacen más pesados y en torno a mi mundo a nadie parece importarle, ya no cuento las cosas que pasan, ya no escucho mi voz, solo la de los demás. Las preguntas son siempre las mismas y ellos mismos las responden, así que yo ya no balbuceo.
Sólo dejo que mi cuerpo no ofrezca resistencia, así las cosas son más fáciles.
Mis recorridos ya son más cortos, ya no alcanzo a ver la ventana como otros días, cada vez está más lejana, en consecuencia, mis días se hacen más oscuros, uno detrás del otro.
Hoy la momia blanca no ha llegado a la misma hora, me ha dado un respiro, pero sé que cumple más que los días marcados en el viejo calendario.
Tengo reseca la boca y la ventana no se ha abierto, hoy muero un poco más.
Recuerdo el día en que arreglé esa ventana, hacia un calor de los demonios, no podía hacerlo por dentro ya que la ventana estaba en lo alto al final de las escaleras que van al tercer piso, así que cometí la osadía de hacerlo por fuera, termine rompiendo tres de los vidrios que aún estaba buenos, pero logré dejarla funcionando, y lo hice con la intención de que algún día entrara el aire fresco de la primavera por aquel lugar, así como debería estar entrando hoy; ya veo que alguien olvidó abrirla y dejar en libertad el olor lúgubre, para que entrara la fresca primavera, todo actúa en mi contra hoy.
Puedo contar los segundos, claro no hay gracia si el reloj de la pared me los ayuda a recordar, ayer mi aliado inseparable que me llenaba de esperanzas y me llevaba a cabalgar entre los brazos de mi padre, hoy es mi enemigo y no dejo de escucharlo por más que me esfuerzo, sé que me avisa el camino. Lo detesto, pero lo amo, y es que es lo único que me recuerda a mi padre, pero también hoy recuerda mi desgracia.
Saben, fue toda una aventura… si, lo recuerdo bien, corrimos en el viejo coche de papá, estaba ansioso por ir a la feria, era como un niño, siempre creí que se divertía más que yo… me faltó aprender más de él; en fin, nos levantamos muy temprano más que de costumbre, mi padre se colocó un vestido de paño que era tan grueso que parecía más gordo que nunca, él con su sonrisa en la cara y los labios rojos, que yo también tengo, gritó desde la cochera, ¡Mujer que se nos va el día y no estas lista ! y mi madre, sólo subía los hombros. Ellos se conocían bien, porque mi padre le gritó enseguida,- ¡Y deja de subir los hombros que un día me pillas de mal genio!-, ella solía reírse, porque sabía que aunque no la viera, le conocía hasta en eso, hasta en los gestos.
Una vez metidos en el coche, salimos raudos hacia la feria, había muchas cosas que mirar y probar esos deliciosos pasteles que venían de la comarca vecina, no eran muy comunes, solo se hacían para aquella feria. Mi madre por su puesto, siempre tenía en mente comprar un trasto que quedaba bien aquí en la cocina -decía- y siempre se llevaba algo que terminaba arrumado en el granero.
Al contrario, mi padre llegaba a un mundo de fantasía, nunca dejó de ser niño, todo le sorprendía, todo le llamaba la atención, y reñía con mi madre porque ella no le dejaba comprar cuanto cachivache encontraba.
Por aquellos días, todo iba bien en la granja, las cosechas de maravilla y los obreros tenían sus buenas pagas, claro mi padre también disfrutaba de su trabajo y de los frutos, le había costado más de media vida llegar a donde estaba. Era un hombre generoso y eso siempre hacía que su mesa estuviera llena. Aunque vinieron tiempos difíciles, siempre la mesa estuvo llena.
Total, iba con el dinero suficiente para comprar otro laboratorio de aviación, como el último que llevó… que hoy alberga unas quince gallinas ponedoras. No encontramos otra ocupación para este escaparate de hierro.
En fin, ese día fue especial y todo apuntaba a que iba a ser más especial, así yo tuviera la desdicha de haber roto aquel cristal, oscura historia entre mi padre y yo, después me lo agradeció, pero aquel día sí que fue especial, porque entre mis travesuras de niño encontré una cauchera… fatal error, bueno, sólo tenía que haberse quedado quieto el pájaro azul que al final no lo hizo, ni modos, el guijarro llegó con fuerza y con buena dirección, el pájaro advirtió su muerte y huyó. No pasó lo mismo con el viejo reloj de pared, por eso hoy cuelga en ese muro donde mi viejo lo colocó, el vidrio sigue roto.
Mi padre contaba con un inmenso corazón, me abrazaba a cada rato que podía, ese día no lo hizo, y albergaba sus razones para no hacerlo, los ahorros de todos se fueron en comprar ese gran reloj, que casi ni cabía en el coche, la feria había terminado demasiado temprano para la familia yo había cerrado el telón antes de mediodía.
Ahora este aliado inseparable baja poco a poco y por última vez, el mismo telón, termina la función.