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Lina en la roca

  • por

Por Hernando Escobar Vera

Lina en la roca en la voz de Hernando Escobar Vera.

Tiempo de lectura: 5 minutos.

Allí te daré el primer beso, dijo Lina. La roca está en la parte más alta de la montaña. Se dice que fue usada en los sacrificios indígenas. Cortaban el cuello de gallinas, desangraban mamíferos pequeños, sacaban el corazón a recién nacidos, mutilaban a vírgenes. Eso dicen. Siento curiosidad pero no tanta como para averiguar qué grupos indígenas habitaron la región y cuáles eran sus ritos. No me importa tanto.  Lo que sí me importa es la cita con Lina en la roca. Suena bien, como una bebida fina, no dulce ni nutritiva, pero que produce bienestar después del primer sorbo; una bebida que se debe tomar despacio para que se imponga lo placentero sobre el sabor un poco amargo del principio: «Lina en la roca». 

No debí juntar las dos ideas: el sacrificio y el placer. Podría ser una especie de premonición: como si Lina fuera a sacrificarme y yo a disfrutarlo, o viceversa, o, peor aún, como si solo uno fuera a disfrutar del otro y a sacrificarlo después. Eso pasa. He escuchado historias. No se necesita que el uno sea muy malo y el otro muy tonto; es menos simple. Compañeras muy dulces cuentan con atracción, sincera o fingida, más bien con orgullo enmascarado, cuánto sufren por ellas y cuánto quisieran aliviar el sufrimiento de sus ex, salvo que ya no quieren seguir a su lado: pasó el momento del gozo, es la hora del sacrificio. Ya lo dije: puede ser que disfruten sacrificándolos, verlos sufrir, aunque no lo admitan.

Si tuviera que ser así, preferiría ser el sacrificado; no me gustaría que Lina sufriera por mí. Pero no es ninguna garantía. De pronto, eso siempre lo piensan los verdugos antes de serlo, antes de que algún conjunto de neuronas se desgaste y otro se active, y el sabor de los besos, antes apreciado, ahora los asquee; de pronto, lo piensan antes de descubrir un placer más profundo que el amor y el sexo: el placer de despreciar, desechar, cerrar el círculo y dejar cosas afuera.

Lina ya sube la montaña. Tengo una mejor perspectiva que la suya: puedo ver su perfil, el perfil de la montaña y el de la roca; siluetas negras recortadas sobre el degradé de las 5:45. Atrás, nubes grises en un costado y rosadas en el otro. Sé en qué momento llegará; en cambio ella no puede saber si me va a encontrar o si tendrá que esperarme apretando los brazos bajo los senos, y debatirse —al verme llegar, digamos, 20 minutos tarde— entre el enojo o el calor del abrazo que a ambos nos vendría bien con esta brisa tan fría. Yo no tendré que esperar. Puedo subir rápido, si quiero, para que Lina se alegre de encontrarme; puedo hacer que lleguemos a tiempo para que lo tome como augurio de una relación equilibrada, o puedo dejarla esperar un poco, retrasar su gozo, su hastío, mi sacrificio.

Lina normaliza la respiración. Alcanza a prender un cigarrillo y a darle dos chupadas. Entonces, llego. Mi rostro debe verse más rosado, más vivo, más sensual, porque mientras camino hacia ella, camino hacia las últimas luces del sol. Sonríe, mueve la cabeza en señal de desaprobación, sofoca el cigarrillo contra la gran piedra, puesta allí por los extraterrestres o arrojada con los últimos estertores de un volcán moribundo sobre cuyo cadáver han sembrado papa y curuba. Mueve la cabeza de nuevo: quiere hacerme creer que lleva un largo rato esperándome, quiere hacerme sufrir, quiere jugar conmigo. No me importa. No pienso sino unos segundos en eso. Le doy un beso y, antes de que los articule, le doy otro que le haga olvidar los regaños que ha estado inventando. La tomo de la espalda y la nuca y la inclino sobre la roca. Desde allí podemos ver praderas y cultivos y cientos de otras rocas de sacrificio regadas por la ladera.

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