Por: Karina Viñas
Todo está revuelto en medio del caos reinante en una sociedad mundial que no sabe a dónde va. El biovirus como lo describe Franco Berardi, prolifera en el cuerpo estresado de la humanidad global. Así nos encontró el COVID-19. Desconectados con nosotros mismos en medio de la inmensidad mediática que, muchas veces cala hondo en la profundidad de las miserias.
Las desigualdades sociales están a la orden del día, los problemas no resueltos y deudas pendientes del Estado, en relación a los derechos de las mujeres se hicieron lógicamente, mucho más evidentes sobre los cuerpos. En el eslabón más alto de las tragedias, desde que se decretó la emergencia sanitaria en Argentina, al menos 21 femicidios se informaron en el País. Y por cierto, es un gran paso la capacitación obligatoria en el marco de la Ley Micaela pero claro, como venimos insistiendo, con un rato de escuchar la realidad de las mujeres (fotos de por medio para los portales estatales que dejan sus conciencias tranquilas por haber “cumplido con la norma”), no alcanza para derribar los estragos del patriarcado sumidos en el núcleo duro del patrón cultural e histórico.
Un informe de la sección mujer de la ONU, dirigido recientemente a los gobiernos de todo el mundo, advierte sobre el incremento de la violencia en tiempos de la cuarentena que impone la pandemia. El aislamiento, en muchos casos en espacios muy reducidos, que califican como hacinamiento, vuelve insoportable la vida que tendía a desarrollarse en el espacio comunitario.
En este tiempo de encierro, como única medida protectora sobretodo en Estados tan devastados en sus sistemas sanitarios, cuya sociedad trae consigo los mandatos históricos de cuidado, surge la urgencia de refrescar la dialéctica ¿Quién se encarga de los niños y sus tareas escolares, además del vendaval de tareas domésticas? ¿Quién cuida a las abuelas y abuelos? ¿Quiénes se encargan de las personas con enfermedades crónicas que amenacen o limiten su vida? Porque claro, no solo de dengue y COVID-19 padece la población. También sufre los estragos de años sin políticas fuertes de primer nivel de atención que hayan legitimado las bases de la prevención y promoción de la salud como derecho humano. Y si, la respuesta que surge inmediata es que son las mujeres quienes llevan adelante la bandera de la resistencia. Y es que además de todo eso, muchas de ellas trabajan estrujadas como primera línea de batalla contra el COVID-19 entre los equipos de salud y seguridad. Y son hijas, hermanas, madres cabeza de hogar. Humanas. Se extenúan de cansancio, se abruman. Sienten el dolor de los sordos gritos de injusticia social.
De las casi 15 millones de mujeres entre los 15 y 64 años en Argentina, alrededor de dos tercios se encuentran en condiciones de informalidad precarizada y constituyen el único sostén económico monoparental. Esto las deja en una posición de déficit de protección social. Todo en el contexto de encierro obligatorio donde las dicotomías de cuidados entre derechos y obligaciones morales impuestas, se tornan cada vez más crueles.
La familia constituye la primera institución que genera cuidados en situaciones de dependencia, donde es la mujer la que proporciona cuidados en forma invisible y continua. Este traslado de responsabilidades del cuidado de la salud desde el Estado a la familia, es necesario que se visibilice como problemática social, que se establezcan políticas con enfoque de género que determinen correcciones de inequidades que proporcionan los estereotipos culturales tradicionales en el trabajo doméstico. Se observa la feminización en el cuidado informal como un paradigma de desventajas, esfuerzos, sacrificios relativos al género que conllevan a desigualdades innecesarias, evitables e injustas.
Mercedes D’alessandro hace referencia a que las mujeres han sido entrenadas durante siglos en las delicadas artes del cuidado del hogar y de otras personas, y todavía sienten eso como un mandato de su naturaleza, un atributo de la feminidad.
La pérdida del equilibrio del cuidado nos lleva a reflexionar en el contexto de derecho y deber cuidar, justicia de oportunidades y valorización del trabajo, dentro de un concepto de desventajas entre hombres y mujeres, familias y Estado; evaluando la distribución de poder, recursos y responsabilidades. Cambiar el protagonismo inequitativo, por un nuevo enfoque participativo, cultural, social neutro e imparcial del cuidado compartido que involucra a todas.os. es.
Urge un Estado presente y responsable de la provisión de oferta de cuidado. Se propone el tránsito de una responsabilidad centrada en los hogares (y específicamente en las mujeres, como cuidadoras), a una corresponsabilidad entre los hogares, la comunidad y el Estado. Es aquí donde ingresa la política social: las actividades de cuidado de niños.as y ancianos.as no puede seguir siendo un asunto privado. Deben ser consideradas como un bien público que forma parte de las responsabilidades sociales colectivas.
Ya se escucha, se siente y se percibe el viento de cambio en el mundo que quizás se evidenció desde enero de este 2020 con esta partícula biológica como catalizador de realidades, pero que hoy nos permite a los pueblos recuperar nuestro tejido social descuartizado por las políticas neoliberales egocentristas y utilitaristas del Ser humano, para convertirnos en una Sociedad más justa que toma las riendas de su destino.