Por: Karla Melissa Franco
Cuando salimos por primera vez, después de un año, todo se hacía intangible. El espacio era inabarcable y solo en ese instante lo comprendimos. El horizonte se hizo abrumador. Eran épocas nubladas, la luz tenue y uniforme nos daba la bienvenida. Nuestros ojos lo agradecieron. Al tocar la calle nos vimos reflejados, sonreímos a modo de saludo, supimos que no podíamos hablar. Todos parecían felices. Abracé a personas que nunca había imaginado tocar. Niños, ancianos, adolescentes; todos eran una mezcla de pies y brazos enredados en el vacío inacabado de la acera.
De inmediato, sentimos la ligereza de las miradas, las caricias y los gestos; tan contrarios, a la pesadez de las palabras. El esfuerzo requerido para pronunciarlas era insoportable. Empezamos a señalar objetos y actuar. Nuestros gestos se hicieron diáfanos, las miradas se convirtieron en tratados y los actos en manifiestos. No había malos entendidos y los conflictos disminuyeron. Éramos felices. Pronto llegó el orden: sincrónico y perfecto.
La lectura y la escritura empezaron a utilizarse solo como medios de entretenimiento. La lectura siempre en silencio. La música desapareció, nadie la soportaba. Los músicos se dedicaron a la mímica, arte que pasó a considerarse el principal.
Las leyes y sus sanciones fueron reducidas a sus formas básicas en código hammurabi. Solo existían jueces y testigos. Los crímenes disminuían, estábamos ocupados. La publicidad, el cine y la televisión, volvieron a su esencia más pura: imágenes, objetos, gestos. Reduciendo el tiempo de transmisión y siendo comprendidas al instante. Las obras maestras de la cinematografía duraban pocos segundos. Un círculo blanco sobre un fondo negro, representaba el yo y una línea horizontal representaba el nosotros. Después de un tiempo los círculos desaparecieron.
El silencio se convirtió en lo más preciado. Solo se toleraban los sonidos de los pájaros, el viento y el agua. Cualquier ruido intencional pasó a ser castigado con mayor severidad que el homicidio o la violación, crímenes que iban extinguiéndose, hasta convertirse en un vago recuerdo. Los sonidos del cuerpo fueron contenidos a espacios específicos, uno cada 200 metros. Las mascotas se prohibieron.
Las emociones humanas fueron toleradas en su expresión más gutural e irremediable: el gruñido, siempre bajo y grave, nunca agudo. El llanto se reservó a la soledad. Todo lo anterior terminó siendo inútil. El mundo no provocaba emoción, solo acciones certeras y precisas. Éramos una sola máquina, en perfecta sincronía. Sabíamos lo qué iba a pasar. La armonía no era ya una utopía. No existía la pobreza, no había elementos impredecibles. Alcanzamos un grado de conciencia apoteósico e infinito, que nos permitió liberarnos de lo único que perjudicaba el orden: los niños.
Los niños fueron un problema desde el inicio. A partir de los siete años la mayoría pudo asimilar el orden, aunque muchos no lograban acomodarse a él y terminaron debajo de buses escolares. El ruido de semejante estruendo era equivalente a mil gritos de alegría, demasiado caótico para ser regulado. Se descubrió que solo a partir de los trece años, la completa adaptación cognitiva era posible; para que esto se diera, era necesaria la asimilación y la adecuación. Sin esta última el proceso quedaba incompleto y terminaba en los estruendos que se empezaron a volver tan comunes en las calles.
Se decidió utilizar de nuevo la cuarentena de la que habíamos salido, ya no con la intención de resguardarnos de un virus. El propósito consistía en vigilar de manera permanente a grupos de personas de entre siete y trece años. Varias pruebas sucesivas determinaban quienés podían graduarse en orden; el fallo en cualquiera de estas, determinaba su nula confiabilidad a la adecuación. Los no graduados fueron silenciados permanentemente. Nada se pudo hacer por los menores de siete.
Las pruebas constaban de cinco fases: la primera, el dolor físico; segunda, dolor emocional; tercera, alegría y sorpresa; cuarta, asco y miedo; por último, la más importante, la soledad. Era esta última en la que más fallaban, no reconocían su espectro. Siempre habían estado cerca a otro, e ingenuamente pensaban que la soledad era lo opuesto. No la conocían porque la llamaban de otra manera: incomprensión. En esto consiste la soledad. Los niños siempre habían estado solos, aunque nunca lo supieron.
60 años después, a puertas de nuestro inminente final, estamos igual de seguros de haber hallado el orden que durante tanto tiempo nos fue esquivo. Después de haber logrado tanto, por fin descansaremos en el olvido.