Por: Daniel Barrera
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No era precisamente un anciano, pero profundas arrugas a través de su frente, alrededor de la boca y de los ojos delataban el cansancio de una edad avanzada. Eran casi las seis de la tarde y había menos gente que quince minutos atrás, lo cual era un alivio. Francisco veía su reloj y levantaba la vista a ver si su bus ya venía, pero no, repetía la operación tras un par de minutos, pero tampoco. Cuando el sol lanzaba su último suspiro, apareció el bus al fondo de la avenida, una mancha negra que Francisco habría reconocido aun siendo de noche. Se puso de pie para emprender finalmente el camino a casa, pero, a medida que el bus se acercaba, pesado como una ballena, él confirmaba su temor. Abrió los brazos y manoteó como si estuviera ahogándose, pero el conductor sabía cuán cargado iba y siguió de largo. Francisco había perdido el asiento del paradero, así que se recostó contra la publicidad a seguir mirando su reloj y la fila interminable de carros que parecía avanzar ahora con mayor rapidez. Transcurrieron más de quince minutos antes de que el siguiente bus, repleto como el anterior, volviera a seguir de largo. Entonces decidió echar a andar junto a los carros para que el tiempo se hiciera menos espeso. Cada tanto volteaba a ver si el bus ya venía, pero no.
Mientras caminaba por la avenida, Francisco se fijó en la decrepitud del adoquinado de la acera. Piezas faltantes, otras agrietadas, otras descolocadas y césped creciendo entre ellas. Debía caminar con cuidado para no tropezar o torcerse los tobillos. Giró una vez más, el tráfico había disminuido considerablemente, pero su bus no asomaba.
Poca gente andaba de noche por la avenida y quienes se atrevían a hacerlo sujetaban con recelo sus morrales y sus bolsos o andaban con las manos en los bolsillos; caminaban rápido y miraban a Francisco de arriba abajo para asegurarse de que era lo suficientemente lerdo en su andar como para no temer y, así, más tranquilos, seguían caminando.
El ruido de los carros se apagó poco a poco, no porque ya no hubiera, sino porque Francisco dejó de prestarles atención. De repente se sintió un hombre profundamente solitario. Como si se tratase de un sueño, se sintió no caminando, no prestando atención a los adoquines, sino deslizándose a la par de los carros sobre la avenida. Dejó de ver gente por un instante que se prolongó indefinible, sólo vio caras sonrientes en las terrazas de restaurantes empotrados en hoteles lujosos que él no conocía; a pesar del frío, los comensales permanecían apacibles, como si tanta indiferencia no calara hasta los huesos. Francisco siguió caminando.
Un tipo de baja estatura, vestido todo de negro, apareció de golpe balanceándose amenazante hacia Francisco. Él no tenía maletín del cual asirse para mitigar el miedo que sentía, pero se dio cuenta de que no había nada que temer; era un viejo sin muchas pertenencias encima, sin dinero y sin esperanza, había poco que un ladrón pudiera arrebatarle. El tipo de negro se detuvo a dos metros de distancia, plantándosele en frente. No dijo nada. Sacó un revólver de su pantalón y le apuntó a Francisco en el pecho, pero el viejo dio un paso adelante y llevó el revólver hasta la altura de su propio cuello.
—Dispare —dijo, y el ladrón disparó.
El fogonazo iluminó la noche como un relámpago y Francisco despertó montado en un bus. Le faltaba el aire y el corazón le galopaba, y tardó un segundo en recordar que el bus había finalmente pasado. No sintió alivio al constatar que no había muerto en realidad, la realidad parecía todavía aquella de los adoquines derruidos y la fantasía era estar en un bus camino a casa; la irrealidad era aquella incesante repetición más monstruosa que cualquier pesadilla.
Al llegar a casa, Francisco se lavó las manos y se sentó en una poltrona desteñida que había comprado de segunda. Desde allí miró el mueble de madera que fuera de su abuelo y lo recorrió todo con la vista; se fijó en las complejas figuras que adornaban cada puertita, simétricas a ambos lados de la puerta de cristal, tras la cual había botellas de alcohol a medio llenar puestas allí de cualquier modo. Había en aquel mueble una caja de madera de un palmo de largo que Francisco había conservado inopinadamente. Él sabía lo que contenía y por eso la había abierto dos o tres veces en su vida. Su mirada se detuvo en la gaveta en donde se encontraba aquella cajita de madera. Se levantó y caminó hacia el mueble, se acuclilló y la gaveta se abrió sin esfuerzo. Puso la caja de madera sobre el comedor y levantó la tapa, en la cual estaban incrustadas las iniciales E. H. Sabía que el arma permanecía cargada. Reposó las manos a lado y lado de la caja, y halló las manchas y las arrugas en ellas tan bellas como surcos de sembradíos en el campo, recordó colinas agrestes transitadas en algún momento de su niñez y los dolores de estómago que imaginarse a solas con Ester le provocaba. La madera del cabo y el peso del arma se hicieron materia entre sus manos serenas. Sostuvo el revólver firmemente y lo elevo hasta que estuvo a la altura de su cuello.